11 septiembre 2010

Horror

Bueno tras una pausa en mis escritos retomo mi labor de escritor amateur con este relatico espero os guste.


El soldado miraba a su alrededor plagado de cadáveres, el arma que llevaba en la mano aun humeaba, seguramente si tocara el cañón estaría al rojo vivo. Oleada tras oleada se habían lanzado desde al amanecer a ocupar aquella maldita cota 37, ahora después de siete horas habían conseguido reducir a los que estaban, no sin causarles innumerables bajas. Solo porque a algún malnacido se le había ocurrido mandarles a ese infierno en bien del progreso y la democracia, mientras el seguramente estaría recostado en un buen sofá con una buena copa en la mano y un buen puro en la boca. Más de cinco mil hombres habían mandado a ocupar esa cota tan importante para el transcurso de la guerra. Y ahora hay estaba el rodeado de un montón de cadáveres, cuerpos mutilados ya sin vida, personas que horas antes tenían sus deseos e inquietudes ahora truncadas por aquella maldita guerra, sin saber a ciencia cierta cuantos habían caído y porque, mientras que el daba gracias al cielo por permitirle vivir un poco más. Se sentía sucio y cansado, notaba su cara viscosa y grasienta, se miro las manos y las vio con sangre seca y negra por la suciedad. Echo una ojeada al uniforme antes verde oliva y ahora lleno de barro y sangre, una vez más se volvió a preguntar ¿todo eso para qué?, ¿Cuántas madres llorarían por sus hijos cuando les llegaran las cartas del estado mayor?. Diciéndoles que habían caído con valor defendiendo a la patria y al estado de bienestar.
 En sus oídos aun perduraban los sonidos de aquella batalla, gritos, maldiciones, llamadas a la madre de algún soldado caído o herido. No sabía muy bien porque pero en los momentos más difíciles el soldado nunca se acordaba de su padre, hermanos, novias o mujeres sino simplemente de la madre, esas maravillosas mujeres que te dan la vida para que otros tan ricamente en sus despachos decidan quién debe morir y porque. En ese momento decidió que si salía de esta se recluiría en algún sitio donde la paz y el amor a la vida fueran indispensables,  seguramente se iría a algún pueblo perdido de las montañas, con cuatro gallinas y alguna cabra. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos, que no vio a un sanitario agarrándole y preguntándole.
- ¿Te encuentras bien?- soldado contesta- ¿te encuentras bien?
-Estoy bien, estoy bien, tranquilo. Mira a ver por ahí que ha sido una locura y tienen que haber muchos heridos. ¿Dónde está el capitán de la tercera, lo habéis visto alguien?
-A caído un poco más arriba, ha tenido que ser un infierno.
Me colgué mi arma al hombro y empecé a caminar colina arriba, conforme subía empecé a preguntarme el porqué de tanto horror, el porqué los hombres nos matábamos sin piedad para defender palabras como el honor, cuando esa palabra tendría que ser utilizada para razonar y perdonar agravios sin necesidad de matarnos unos a otros, y no utilizada sin más y así tener una oportunidad de ir a la guerra. Guerras que organizaban otros sentados cómodamente en sillones de cuero, mientras jóvenes marchitaban su juventud dándolo todo por ellos. A mis veintisiete años parecía que tenía cuarenta y dos y toda una vida vivida por delante cuando aún no había empezado ni siquiera a vivirla. Solo éramos carne de cañón barata a los cuales en los campos de instrucción nos comían la cabeza, preparándonos para algo que nunca olvidaríamos;¡Matar!, y eso era algo que nunca se nos olvidaría, y lo más grave luego saldríamos a la vida civil siendo un peligro en potencia, lo que hacía que en el peor de los casos nos volviéramos a enrolar o nos fuéramos a matar según quien pagara convirtiéndonos  a chicos normales en asesinos.
En lo alto de la colina me encontré con lo que quedaba de mi compañía, empezamos a abrazarnos dando gracias de seguir vivos, diciéndonos que aquella locura había terminado y que volvíamos a casa a descansar por una temporada, a esperar al empiece de otra campaña…
José Manuel Angulo García
Zaragoza 10 de Septiembre de 2010